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ALEJANDRO NADAL


Ayer en Francia tomó posesión el nuevo presidente François Hollande. Su ascensión es un elemento positivo en el ambiente enrarecido por la crisis en Europa. Ayer mismo en Berlín, Hollande insistió en renegociar el pacto fiscal. La canciller alemana le reviró que el crecimiento ya es uno de los objetivos del tratado fiscal consagrado a la austeridad. Es la forma que tiene la Merkel de promover las reformas estructurales y, en especial, la total flexibilidad en las relaciones laborales.


El campo de batalla está bien definido. Ojalá Hollande pueda entrar en él con decisión, pero no se puede confiar en ello. No hay que olvidar que el Partido Socialista francés siempre estuvo a favor de la globalización y de la integración europea al estilo neoliberal. Otros partidos socialistas en Europa han aplicado la receta de la austeridad en sus respectivos países.


La retórica de Hollande es sin duda un adelanto, pero la urgencia del corto plazo no debe esconder las exigencias de los cambios estructurales de largo alcance. Es aquí donde la agenda de Hollande tiene sus limitaciones más importantes y hasta inconsistencias. Después de todo, restablecer algo del estado de bienestar puede no ser posible bajo la estructura neoliberal que hoy hereda. Frente a los graves problemas que enfrentan Francia y Europa la trayectoria de Hollande en el PS anuncia más continuidad que transformaciones profundas.


Por eso lo más relevante de la contienda electoral en Francia estuvo en la participación de Jean Luc Mélenchon, el candidato del Frente de Izquierda. De su intervención en esas elecciones y de su trayectoria de lucha política se desprenden importantes lecciones para las contiendas electorales en las que participa la izquierda en todo el mundo.


Jean Luc Mélenchon (JLM) militó durante tres décadas en el ala izquierda del Partido Socialista francés. A diferencia de Hollande, Mélenchon se esforzó durante ese tiempo en hacer del PS un verdadero partido de izquierda, con un proyecto alternativo al neoliberalismo.


Frente a la crisis, la posición de Mélenchon es clara: ésta no es una crisis provocada por unos cuantos especuladores. Es la debacle del modelo neoliberal. La respuesta a través de la austeridad es algo más que un simple error técnico. Es cierto que su aplicación no dará buenos resultados en ningún caso. Pero Mélenchon va más lejos en el análisis: la austeridad es un arma para desmantelar el estado de bienestar, castigando prestaciones y servicios sociales, y es el preludio de la profundización de las reformas neoliberales, en especial, la reforma laboral.


La integración monetaria en Europa, Mélenchon lo tiene claro, se hizo sobre bases neoliberales. La consecuencia fue entregar las finanzas públicas a los mercados financieros. Esa, en una frase, es la tragedia de Europa. Antiguamente el Banco de Francia podía financiar al gobierno francés. Hoy eso está prohibido y el Banco Central Europeo presta a los bancos pero no a los estados. Esa es la ignominia en los tiempos del capital financiero. Es la época de sumisión que debe terminar si se quiere justicia social e igualdad. Al sector financiero hay que enfrentarlo, dice Mélenchon, no hablarle de rodillas para pedir limosna.


Mientras Hollande buscaba ubicar al PS en el centro para cortejar a una parte del electorado, Mélenchon proponía una política con una visión de largo plazo, colocando los temas de relevancia histórica en la mesa del debate nacional. Y es que en medio de la peor crisis del capitalismo en ocho decenios, y en el contexto de una hecatombe financiera y económica fabricada por la pesadilla neoliberal, Mélenchon rápidamente comprendió que es preciso ofrecer alternativas de largo aliento que se alejen de la subordinación al mundo de las finanzas. Sólo así se puede rescatar el diseño y control de la política macroeconómica no sólo para recuperar el crecimiento, sino para transitar hacia un mundo de justicia y responsabilidad ambiental.


Aunque Mélenchon sólo alcanzó 11 por ciento de los sufragios, colocó temas medulares en la agenda nacional y su influencia decisiva dejará una huella saludable por muchos años. La izquierda ha vuelto a renacer con su campaña audaz. No sólo influyó en las posiciones de Hollande, sobre todo en materia fiscal, sino que tuvo un efecto importante a través de su enfrentamiento sistemático con los planteamientos racistas y xenófobos de la extrema derecha. Su campaña ha sido una pesadilla para la rabiosa e ignorante señora Le Pen.


Se desprende de todo esto una enseñanza: la izquierda no puede jugar a ocupar el centro en la disputa electoral, aunque muchos piensen que eso permite ganar votos. La gran lección de Mélenchon es que colocar el apetito electoral por encima del trabajo político basado en principios y, en especial, en la justicia social, es un error de dimensiones históricas. El terreno de los principios y de la ética es el espacio en el que la izquierda tiene su casa. No se le debe abandonar nunca.

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