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Una de las más claras enseñanzas de la crisis que sufre España ha sido constatar, una vez más, que la derecha, como estrategia política central, elige la mentira. Llevan así, cuando menos, desde la Revolución Francesa, cuando afirmaron que fuera de la monarquía absoluta no había futuro (cuando era precisamente, todo lo contrario). Las mentiras terminaron en un cesto, acompañadas de las cabezas que las pensaron, pero la minoría de edad de la humanidad hace que los mentirosos sigan reproduciéndose. La lucha contra los privilegiados se gana más cambiando la cultura política que dejando caer la hoja de la guillotina. Y eso necesita tiempo y que los pueblos dejen para otro momento la ingenuidad.
Zapatero fue un presidente que, pese a decirse socialista, no se atrevió a confiar en su pueblo. Terminó como un pelele merced al viento de los mercados y al fin de lo que siempre leyó como “suerte política”. La derecha española, poco compasiva, no dejó de empujarle hacia el abismo, aunque con ello hundiera también un poco más al país. Para sacarle del gobierno, apeló a dos ideas fuerza: un sentido común hueco –“vamos a gobernar como Dios manda”– y una vehemente negación de que fueran a tomar ni una sola de las decisiones que, por su ideología y comportamiento histórico, se presuponía que estaban en su agenda oculta. Con esa estrategia banal –“basta que estemos en el poder para que todo se solvente”–, el Partido Popular sacó mayoría absoluta (aunque sólo tres de cada diez votantes los apoyó: su victoria no vino de obtener un gran respaldo, sino porque los votantes socialistas abandonaron a su partido).
Nada más ganar las elecciones, la derecha española empezó a aplicar su programa oculto, desmantelando tres décadas de avances democráticos. Para más INRI, cada vez que eliminaban una conquista, decían a los españoles: “A nosotros tampoco nos gusta lo que estamos haciendo, pero no tenemos otra alternativa”. Los bancos de rescate en rescate y los pueblos, como alguna vez dijo Chávez, de foso en foso.
Esa mentira de la derecha española ha reaparecido calcada en la estrategia de Capriles Radonski: “Voy a gobernar como Dios manda”, “voy a respetar los logros sociales”, “ no tengo una agenda oculta”, “no creo en el neoliberalismo ni en el gran capital”, “voy a mantener los empleos públicos”, “no voy a solventar ningún problema haciendo que paguen justos por pecadores…”. Pero es imposible no imaginar a Capriles decir, mientras cierra la puerta de un CDI, de un Mercal, de una aldea universitaria, de un conjunto de viviendas populares, de una empresa de propiedad social, mientras vuelve a hacer de Pdvsa un “Estado dentro del Estado” o al tiempo que vuelve a abrir el país a las transnacionales: “No me gusta nada hacer lo que estoy haciendo, pero no tengo más remedio y no hay más alternativa”.
Cuando uno compara el deterioro de la Unión Europea y, más en concreto, de España, con la situación actual de la Venezuela bolivariana, no cabe la menor duda de que Europa está perdiendo lo que no ha sabido defender, mientras que Venezuela está ganando lo que ha sabido pelear. La derecha española, esa que es interlocutora de Capriles, prometió que iba a solventar los problemas del país. Lo que nos está dejando son jubilaciones a los 67 años, regreso de una universidad exclusiva para ricos, privatización de la sanidad, precarización y desaparición del empleo público, deterioro de las prestaciones sociales, encarecimiento del transporte, reducción de los salarios, venta del patrimonio público, privatización de la educación… España tenía una situación envidiable. La está perdiendo. Venezuela venía de muchas carencias. Poco a poco, pero con firmeza, las está solventando.
Hay cinco tesoros en Venezuela que Capriles arruinaría, igual que la derecha española está arrasando con el bienestar colectivo. Aunque nadie escarmienta en cabeza ajena, permítanme que se los recuerde.
El primer tesoro tiene que ver con el bienestar económico. Claro que aún queda mucho trecho por recorrer en Venezuela. Con humildad, el Plan Nacional 2013-2019 afirma que se están sentando las bases para la transición al socialismo. No que el socialismo sea ya una realidad, sino que se está construyendo. Una declaración de humildad que demuestra que con los años la Revolución se hace más sabia. Lo relevante, junto a todo lo conseguido, es la tendencia. Y esa va invariablemente hacia arriba. Así lo indica el Índice de Desarrollo Humano que elabora Naciones Unidas cada año. Desde que llegó Chávez, no ha habido un solo año en el que Venezuela haya descendido puestos. Capriles Radonski, en su primer día de gobierno, suspendería, porque así se lo demandan sus financiadores, el empleo público –uno de los motores centrales de la economía en todo el mundo–. Esas decenas de miles de empleados, junto con sus familias, dejarían de consumir, además de que empujarían los salarios a la baja (otra de las medidas inmediatas de Capriles). La economía sufriría un frenazo en seco. Las empresas, con menos consumidores, cerrarían, el Estado recaudaría menos dinero, se despediría de nuevo a más gente. El odio de Capriles a lo público, no solamente dejaría desatendidas las misiones, reduciría médicos, profesores, cuidadores, dependientes, constructores, sino que llevarían a la economía a una presumible recesión, alimentada por la incertidumbre que generaría alguien que limita su programa económico a desmantelar los logros de estos 13 años y a prometer gestionar la economía “como Dios manda” (como si algún dios hubiera escuchado alguna vez a los economistas). La reciente ley del trabajo –de las más avanzadas del mundo–, las bajas tasas de desempleo o el esfuerzo por eliminar la precariedad laboral, se verían sustituidas por un modelo tradicional subalterno donde, como hemos visto en Honduras o en Paraguay, los salarios deben estar al servicio de la tasa de ganancia de las grandes empresas multinacionales. Ese “como Dios manda” suele ser “como manden los Estados Unidos”. A las élites venezolanas les ha gustado “demasiado” viajar a Miami. Con Capriles, Venezuela se convertiría en un país de emigración, como México, Ecuador antes de la llegada de Correa, o ahora España.
El segundo tesoro del que no disfrutarían las nuevas generaciones en Venezuela tiene que ver con el poderoso vecino del norte. Como hemos visto con la concesión de asilo a Julian Assange por parte de Ecuador, los países del norte repiten lo que ocurrió con Haiti en 1791: las libertades sólo sirven de fronteras para afuera. Inglaterra se atreve a amenazar a Ecuador con violar su sede diplomática. Sólo la firmeza que muestra hoy América Latina, gracias al impulso dado por Chávez a la integración, se permite la soberanía en el continente. ¿Alguien cree de verdad que Capriles no hubiera entregado de inmediato al fundador de WikiLeaks? ¿Alguien cree sinceramente que Capriles no cedería a las presiones de las petroleras norteamericanas? ¿No volvería con Capriles a ser Venezuela una base militar y un protectorado económico para sus negocios en la zona y, de paso, en el mundo? La sumisión económica de Capriles a Estados Unidos llevaría a Venezuela a perder su soberanía y, de paso, debilitaría la integración latinoamericana, obligando al continente a ser, una vez más, una colonia subordinada a la geoestrategia norteamericana. Allá donde hoy la Venezuela bolivariana esgrime ser un país que se respeta internacionalmente, pasaría de nuevo a ser una falsa estrella más de la bandera norteamericana. Hoy Venezuela no es más en el mundo el país de las “misses”, de los ricos del “dame dos” de Pdvsa o de las telenovelas. Incluso la derecha mundial entiende con respeto que Chávez ha tenido el valor de hablar de tú a tú a los Estados Unidos. Algo que ellos nunca se atreven a hacer.
El tercer tesoro que perdería Venezuela sería la sanidad, hoy en día disponible para las clases medias y populares. En España, el Partido Popular –el que afirmó, prometió y juró que no iba a tocar la sanidad– acaba de sacar de la seguridad social casi 500 medicamentos. Sin contar el cierre de hospitales, el repago al visitar al doctor –se paga en los impuestos y luego se paga otra vez cuando se necesitan los servicios–, listas de espera para operaciones que se alargan dos años, cobro extra por servicios de análisis, reducción de los servicios de urgencia, etc. Uno de los logros estructurales del proceso bolivariano ha sido convencer a los médicos venezolanos de que, poco a poco, se dediquen a asuntos menos lucrativos que la cirugía estética y más comprometidos con el pueblo. La presencia de médicos cubanos en Venezuela ha sido una cura de humildad a una profesión –por supuesto, con muchas honrosas excepciones– que abandonó su compromiso con los más humildes y se entendió a sí misma como un negocio. La incorporación de médicos venezolanos a los barrios, a la atención a sectores medios y bajos, es un tesoro que tiene que ver con el aumento de la conciencia. La concepción mercantil de la actividad económica que muestra el programa de Capriles revertiría este aumento del compromiso –hermanado con el juramento de Hipócrates–, regresando a ese país donde un niño pobre se moría por una diarrea y una mujer por un parto mal atendido. Ese tiempo donde médicos, financiados por multinacionales como Nestlé, le decían a las venezolanas que dar el pecho a sus hijos era muy peligroso o abrían lujosas consultas en el Este de Caracas que custodiaban con guardias por si acaso un pobre aparecía ante su puerta pidiendo auxilio.
El cuarto tesoro que sacrificaría Capriles tiene que ver con la integración como país de Venezuela. Y tiene mucho que ver con el desarrollo del transporte público. Capriles, como toda la derecha latinoamericana, siempre ha tenido un fuerte apoyo del negocio del transporte privado. Por eso, nunca han mostrado problemas en alimentar tensiones separatistas si con eso veían una oportunidad de hacer dinero. De hecho, buena parte de la baja autoestima nacional que ha sufrido América Latina tiene que ver con el abandono de zonas enteras, aisladas y cerradas al transporte público –especialmente el tren–, y desconectadas del imaginario del país. La razón no era otra que satisfacer los intereses de los dueños de flotillas de autobuses y camiones –y de gobernadores feudales–, aunque con ello rompieran la unidad nacional. Pero el pueblo –y ahí también están las clases medias, incluso esas que sienten más suyo a Batman o a Spiderman que a Bolívar– viaja en metro, ve mejorar su calidad de vida cuando funciona una buena red de trenes, disfruta de las buenas estaciones de autobuses, de un precio de los transportes regulado y, en cualquier caso, incluso cuando viaja en coche particular, necesita una red viaria concebida como un servicio y no como una mercancía. El mercado no sirve para integrar un país, sino para fragmentarlo. Si las comunicaciones en Venezuela vuelven a ser un negocio, ¿qué ocurrirá con las zonas menos pobladas de Venezuela, qué ocurrirá con los territorios cuya integración no puede someterse a criterios mercantiles, qué pasará con las zonas donde no sea rentable ni siquiera que llegue la señal telefónica? Es verdad que a la derecha venezolana le sobran estrellas en la bandera.
El quinto tesoro que quiero referir tiene que ver con la paz social. Es cierto que Venezuela tiene que hacer más esfuerzos para solventar los problemas de violencia en las zonas pobres. Una policía heredada de la IV República que reclama tiempo para ser reeducada, la presencia paramilitar que penetra desde Colombia, los mercados de droga impulsados desde Estados Unidos y que captan la atención de los jóvenes, un exceso de armas de fuego o la cultura consumista del bienestar inmediato y sin esfuerzo, reclaman más ímpetu desde el gobierno. Pero el programa de Capriles no solamente multiplicaría esos problemas, sino que añadiría otros nuevos que dinamitarían el discurrir social del que ahora disfruta el país. Venezuela ha sido un país en donde lo público no era lo de todos sino lo de nadie. Reinventar el respeto por lo colectivo, por lo público, por las instituciones, no es tarea sencilla. El desprecio que Capriles y su entorno ha demostrado constantemente con las instituciones –basta pensar en su maltrato al CNE– es preocupante. ¿O tenemos que recordar de nuevo a Carmona desmantelando a gritos todo el entramado constitucional venezolano durante el golpe de 2002?
Pero ahí no terminan los problemas. La unión cívico-militar, que Capriles no ha entendido, ha vinculado al ejército con su pueblo. Un ejército que la derecha concibió para perseguir la protesta, hoy es parte activa de la distribución de alimentos, de la obra pública, de la gestión estatal, de la formación universitaria, revirtiendo esa maldición –me temo que heredada de la colonia– de la intervención del ejército contra los pueblos para solventar los problemas de las burguesías rentistas. El autoritarismo de Capriles le llevaría a recuperar una concepción autoritaria del ejército que chocaría con las nuevas fuerzas armadas. Ya no es solamente que cerraría el paso al ejército a la gestión social –cierre de la Unefa, negativa a que los soldados colaboren en el reparto de alimentos, en la ingeniería civil, en la ayuda ante catástrofes o contra incendios, desmantelamiento de la milicia y de su tarea social– sino que alimentaría la división en el seno del ejército, rompiendo una paz que es garantía de una articulación social que permite dedicar energías a otros asuntos al haber logrado que el ejército deje de ser un problema para pasar a ser, en muchos ámbitos, una solución.
La más que segura pérdida de estos tesoros en caso de un avance de Capriles, y de lo que representa, obliga a todos los venezolanos a un voto responsable el 7 de octubre. La seguridad económica, la integración latinoamericana y la soberanía, el respeto internacional a Venezuela, el empleo, la sanidad, la educación, las infraestructuras que integren al país, la unión cívico-militar son tesoros por los que suspiraría buena parte del mundo. Incluida Europa, que tenía buena parte de ellos y ahora los está perdiendo. La gente, dolida por la situación en España, me pregunta cuando estoy en Venezuela: “¿Y por qué la ciudadanía no protesta más para salvar su democracia?”. Y yo contesto: “¿Es que han olvidado ustedes lo que les ha costado tener lo que tienen? ¿Es que han olvidado que entre el Caracazo y la victoria del presidente Chávez en 1998 pasaron más de diez años?”. Y pienso para mis adentros: “Ojalá no lo olviden. Ojalá no olviden que la derecha ha mentido, que la derecha miente y que, mientras no demuestre lo contrario, va a seguir haciéndolo. Ojalá que no olviden los venezolanos y las venezolanas todo el esfuerzo que les ha permitido llegar hasta donde están”. Porque los tesoros que hoy tienen, si se perdieran, necesitarían devorar de nuevo varias generaciones para recuperarse. Los tesoros que se ganan, a diferencia de los tesoros que se encuentran, hay que defenderlos con uñas, dientes y votos. Porque son tesoros ganados, no caídos del cielo.